jueves, 17 de noviembre de 2011

LOS OJOS QUE TODO LO VEN

Nos vigilan. Cada paso que damos es registrado por millones de cámaras, ojos o sensores de cualquier tipo que están repartidos por todo el mundo. Si se quiere se puede saber dónde estamos y lo que hacemos en cada momento. Somos privados de nuestra intimidad, a veces incluso en nuestra propia casa. Y lo peor de todo, es que no sabemos quiénes son los que están al otro lado de estos aparatos.

En cuanto entramos en la mayoría de establecimientos, ya sean pequeños o grandes, oficiales o no, encontramos un cartel en la puerta que nos avisa de que en él hay cámaras. En ése mismo instante sentimos que no podemos robar nada, que tenemos que tener cuidado con lo que tocamos para no hacer ningún movimiento sospechoso, incluso que no podemos hurgarnos en la nariz porque todo lo que hagamos estará siendo visto por alguien en algún rincón del edificio, o puede que en una centralita.

Nos sentimos acorralados, privados de nuestra tan duramente conseguida libertad. Pero en seguida pensamos que así estamos más seguros, porque si alguien entra a robar o a atracar el lugar en el que nos encontramos, la policía llegará rápidamente para arreglar las cosas. Y si no lo pensamos por nosotros mismos, para eso están los carteles que hay repartidos por todo el local, que nos dicen que las cámaras son solamente para nuestra seguridad. Y nos lo creemos. Y ya nos sentimos mejor, menos atrapados. Porque eso es lo que la vigilancia nos ofrece; fingida seguridad a cambio de disponer de nuestra privacidad.


Pero toda esta protección no es mas que la forma utilizada para que no nos sintamos observados. Por eso tenemos que proteger nuestros derechos de libertad e intimidad ante esta invasión de ojos que todo lo ven. Porque como muy claramente expresó Benjamin Franklin: “Aquellos que cederían la libertad esencial para adquirir una pequeña seguridad temporal, no merecen ni libertad ni seguridad”. Porque de este modo están ayudando a la promoción y aceptación de rutinas humillantes y desagradables con las que tenemos que convivir sin podernos quejar lo más mínimo.



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